sábado, 12 de enero de 2013

Un Sueño Inesperado

Aquella noche, hacia yo una investigación para la escuela sobre Jean Calas un protestante Frances. Ya había terminado y me dispuse a dormir; no lo habría hecho si con anticipación  conociera  que mi mente en contra de mi voluntad, habría de reproducir de la manera más espantosa y cruel escenas que jamás hubiera imaginado.


Caí en un sueño profundo, un sueño intenso. Mi mente me llevo al siglo XVIII al sur de Toulouse; aparecí en una plaza pequeña, con arbustos llenos de rosas marchitas de tono borgoña, el suelo era de empedrado gris mojado por la fría lluvia, habían tres banquetas un poco viejas pero en buen estado, y en medio de la plaza la escultura de un hombre gordo vestido de una casulla y llevaba un báculo en su mano izquierda. Al frente de la plaza estaba la catedral, gloriosa  y ostentosa con una escritura corta en su frente que no pude entender.

Miraba yo el techo puntiagudo de la iglesia cuando mi atención fue atraída por gritos despavoridos provenientes del interior de ella; mi curiosidad fue grande y no soportó. Entré, pero no hallaba el lugar de donde se originaban los alaridos, pero no los escuche más, así que me detuve a observar el lugar. La apariencia de la iglesia era muy común a las demás; tenia tres naves con bóvedas de cañón coronadas en la parte posterior por tres cúpulas esféricas, doce ventanas que dejaban entrar la luz exterior, un gran vitral con la imagen de San Pedro,  colgado de la pared del pulpito la figura de Jesucristo y habían veintiocho columnas distribuidas a lo largo de las naves.

Al instante comenzaron de nuevo los chillidos y continúe siguiendo el rastro de los sonidos, hasta llegar a unas escaleras largas de piedra; una densa oscuridad cubrió mis ojos, pero no me detuve. Baje lentamente guiándome con mis manos hasta que llegue al final donde solo había un pequeño espacio entre la escalera y una pared. Logre sentir un cerrojo, abrí la puerta y mis ojos pudieron ver. 

La puerta resulto ser una salida a un patio grande con troncos de árboles que rodeaban el lugar y montones de leñas. Había un ambiente denso, la luz del cielo estaba nublada, solo había una única pared de piedra, enmohecida y con manchas rojas casi color café que parecía ser sangre; el suelo era de cemento rustico y  había un poco de paja regada en el. En un extremo cerca de la puerta, un cúmulo de mecates deshilachados en el suelo y unas cajas viejas con: hachas muy afiladas y otras embotadas, barras de hierro de diversos tamaños y martillos de herrero.

 En el centro del patio estaban seis personas: tres soldados, uno verdugo, un clérigo y un hombre acostado sobre un banco. Los soldados tenían sombreros en forma de cono, azul y con un borde rojo en la parte inferior, las chaquetas eran azul marino y de una tela muy fina, con cuello largo y blanco que llegaba hasta sus mandíbulas; mangas largas, hombreras amarillas y botones negros. Sus pantalones cortos por las rodillas, de un rojo fuerte y medias blancas que cubrían la otra parte de sus piernas. El verdugo vestía muy normal con una camisa muy blanca y no tenía la cabeza cubierta con una capucha negra como normalmente no los imaginamos.

El hombre que estaba acostado era Jean Calas, estaba siendo torturado, amarrado de pies y manos al banco. El verdugo tenía en su mano guantes de cuero negro y una barra larga de hierro con una punta gruesa y rectangular; con ella trituraba la parte superior de las rodillas, los codos y casi todos los huesos del cuerpo del pobre y desafortunado condenado. Mientras que rompía sus huesos y articulaciones pude oír una combinación de sonidos espantosos, el fuerte crujir de los huesos como si se rompiese un montón de galletas y los gritos mortificados y desesperados. La expresión de su rostro era de gran sufrimiento y dolor. No sangraba sino apenas unas densas gotas, no moría, aun ni comenzaba a agonizar a pesar de ser un hombre viejo.

Luego de que el verdugo rompió gran parte de los huesos del penado, los soldados trajeron una rueda de carro de madera terracota, vieja, ancha y fuerte. Tenía una base de madera grande de la cual se sostenía y estaba clavada a ella. No se movía, estaba completamente tiesa de manera horizontal y me pregunte para que traerían eso al centro del lugar. No termine de pensar cuando los soldados desamarraron a Jean Calas y lo acostaron boca arriba sobre la rueda; estaba temblando del dolor, partes de su cuerpo estaban moradas e hinchadas.  

Vi como halaban sus brazos y piernas dislocándolos hasta que éstos lograron recorrer toda la circunferencia de la rueda y tocarse; entonces lo amarraron de pies y manos a la rueda con aquellos mecates deshilachados de la esquina. Mis oídos estaban atormentados, no podía continuar oyendo. Los gritos no se detenían, los ruegos no paraban, las súplicas pidiendo piedad no lograban su cometido. Pero aquel hombre no perdía la esperanza, con pocas fuerzas logro levantar su triste mirada, ver al cielo y con una voz susurrante u opaca clamar a Dios.

Luego, cerro mis ojos para no ver mas y desperté de aquel sueño (mas bien una pesadilla) con el corazón agitado y con el sudor cubriendo mi frente. Esta es una experiencia difícil de trasmitir; hay que estar en mi lugar para sentir en carne propia lo que mi mente pudo crear tan crudamente.


Escrito por: Wilerys Quintero


No hay comentarios:

Publicar un comentario