Aquella noche, hacia yo una
investigación para la escuela sobre Jean Calas un protestante Frances. Ya había
terminado y me dispuse a dormir; no lo habría hecho si con anticipación conociera
que mi mente en contra de mi voluntad, habría de reproducir de la manera
más espantosa y cruel escenas que jamás hubiera imaginado.
Caí en un sueño profundo, un
sueño intenso. Mi mente me llevo al siglo XVIII al sur de Toulouse; aparecí en
una plaza pequeña, con arbustos llenos de rosas marchitas de tono borgoña, el suelo
era de empedrado gris mojado por la fría lluvia, habían tres banquetas un poco
viejas pero en buen estado, y en medio de la plaza la escultura de un hombre
gordo vestido de una casulla y llevaba un báculo en su mano izquierda. Al
frente de la plaza estaba la catedral, gloriosa
y ostentosa con una escritura corta en su frente que no pude entender.
Miraba yo el techo puntiagudo
de la iglesia cuando mi atención fue atraída por gritos despavoridos provenientes
del interior de ella; mi curiosidad fue grande y no soportó. Entré, pero no
hallaba el lugar de donde se originaban los alaridos, pero no los escuche más, así
que me detuve a observar el lugar. La apariencia de la iglesia era muy común a
las demás; tenia tres naves con bóvedas de cañón coronadas en la parte
posterior por tres cúpulas esféricas, doce ventanas que dejaban entrar la luz
exterior, un gran vitral con la imagen de San Pedro, colgado de la pared del pulpito la figura de
Jesucristo y habían veintiocho columnas distribuidas a lo largo de las naves.
Al instante comenzaron de
nuevo los chillidos y continúe siguiendo el rastro de los sonidos, hasta llegar
a unas escaleras largas de piedra; una densa oscuridad cubrió mis ojos, pero no
me detuve. Baje lentamente guiándome con mis manos hasta que llegue al final
donde solo había un pequeño espacio entre la escalera y una pared. Logre sentir
un cerrojo, abrí la puerta y mis ojos pudieron ver.
La puerta resulto ser una
salida a un patio grande con troncos de árboles que rodeaban el lugar y montones
de leñas. Había un ambiente denso, la luz del cielo estaba nublada, solo había
una única pared de piedra, enmohecida y con manchas rojas casi color café que parecía
ser sangre; el suelo era de cemento rustico y había un poco de paja regada en el. En un
extremo cerca de la puerta, un cúmulo de mecates deshilachados en el suelo y
unas cajas viejas con: hachas muy afiladas y otras embotadas, barras de hierro
de diversos tamaños y martillos de herrero.
En el centro del patio estaban seis personas: tres
soldados, uno verdugo, un clérigo y un hombre acostado sobre un banco. Los
soldados tenían sombreros en forma de cono, azul y con un borde rojo en la
parte inferior, las chaquetas eran azul marino y de una tela muy fina, con
cuello largo y blanco que llegaba hasta sus mandíbulas; mangas largas,
hombreras amarillas y botones negros. Sus pantalones cortos por las rodillas,
de un rojo fuerte y medias blancas que cubrían la otra parte de sus piernas. El
verdugo vestía muy normal con una camisa muy blanca y no tenía la cabeza
cubierta con una capucha negra como normalmente no los imaginamos.
El hombre que estaba acostado
era Jean Calas, estaba siendo torturado, amarrado de pies y manos al banco. El
verdugo tenía en su mano guantes de cuero negro y una barra larga de hierro con
una punta gruesa y rectangular; con ella trituraba la parte superior de las
rodillas, los codos y casi todos los huesos del cuerpo del pobre y
desafortunado condenado. Mientras que rompía sus huesos y articulaciones pude
oír una combinación de sonidos espantosos, el fuerte crujir de los huesos como
si se rompiese un montón de galletas y los gritos mortificados y desesperados.
La expresión de su rostro era de gran sufrimiento y dolor. No sangraba sino
apenas unas densas gotas, no moría, aun ni comenzaba a agonizar a pesar de ser
un hombre viejo.
Luego de que el verdugo
rompió gran parte de los huesos del penado, los soldados trajeron una rueda de
carro de madera terracota, vieja, ancha y fuerte. Tenía una base de madera grande
de la cual se sostenía y estaba clavada a ella. No se movía, estaba
completamente tiesa de manera horizontal y me pregunte para que traerían eso al
centro del lugar. No termine de pensar cuando los soldados desamarraron a Jean
Calas y lo acostaron boca arriba sobre la rueda; estaba temblando del dolor,
partes de su cuerpo estaban moradas e hinchadas.
Vi como halaban sus brazos y
piernas dislocándolos hasta que éstos lograron recorrer toda la circunferencia
de la rueda y tocarse; entonces lo amarraron de pies y manos a la rueda con
aquellos mecates deshilachados de la esquina. Mis oídos estaban atormentados,
no podía continuar oyendo. Los gritos no se detenían, los ruegos no paraban,
las súplicas pidiendo piedad no lograban su cometido. Pero aquel hombre no
perdía la esperanza, con pocas fuerzas logro levantar su triste mirada, ver al
cielo y con una voz susurrante u opaca clamar a Dios.
Luego, cerro mis ojos para no
ver mas y desperté de aquel sueño (mas bien una pesadilla) con el corazón
agitado y con el sudor cubriendo mi frente. Esta es una experiencia difícil de
trasmitir; hay que estar en mi lugar para sentir en carne propia lo que mi
mente pudo crear tan crudamente.
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